domingo, 11 de abril de 2010

Levedad.




Por: Miguel Acosta.


Supongo que encontrarla fue sólo una casualidad que nació cuando decidí escaparme de mi monotonía. Ustedes saben como es eso: días enteros en que los ojos se empeñan, la cabeza se agranda y los bostezos dislocan la mandíbula; horas eternas arropadas de silencio y silencios arropándose al cuerpo hasta que uno dice “¡Basta, al carajo con todo esto!” y sale corriendo; escapándose, en mi caso, al primer parque que encontrara.
Y no hay nada como respirar el aire libre. Sentarse a escuchar el gorjeo de los pájaros y ver la primavera hirviendo en las venas de los…de los…; y ahí la miré, sentada frente a mí mirándome con una mirada encendida; tan encendida que llegó a descongelar los hábitos dormidos de mi corazón hasta hacerlo palpitar como el de un enamorado, ¡y tenía tanto tiempo de no enamorarme!
No sé, creo que fueron sus labios, ¡aaah!, ver como sus dientes exploraban cada espacio de su boca mientras saboreaba una sonrisa…, no, fue su cabello: tan delicado como una ola del océano…, no, no y no; fueron sus ojos acariciándome, eso hizo que cayera sobre una nube y volara, amigos ¡volara! Pero también fue su mirada la que me hizo huir, volando.
Huía por una cuidad que parecía un corazón palpitante y volaba por sus arterias, muchas veces obligándome a regresar, pero la mayoría de veces acobardándome del regreso. Cada vez me sentía más leve. Consumiéndome en besos imaginarios, recordaba la cálida caricia de su mirada y me estremecía hasta temblar de una manera convulsiva; perdía la conciencia hasta no sentir ni mi cuerpo, sino la simple levedad de flotar sin carga alguna y después, no recuerdo nada…
A la mañana siguiente estaba tendido en mi cama. Había dormido con la ropa puesta y seguramente dejé la puerta abierta porque escuchaba el desesperante bullicio que tenían abajo. Intenté recordar como había llegado, pero me di cuenta que cada segundo contaba para hacer un plan, para pensar como le confesaría que la amaba; pero ¿con qué pretexto climático iba a comenzar mi confesión?, ¿qué…, qué demonios es ese ruido?, pensé. Parecía que lloraban, ¡y cómo se piensa así! ¡Tenía que salir y buscarla sin ningún plan!, ¡salir y arrodillarme ante ella! Entonces salí.
Las personas que estaban abajo, lloraban y la dueña de la casa temblaba nerviosa e inconsolable: creo que no me vieron o trataban de ignorarme, pero no me importó; ya nada me importaba.
Sé que se preguntan cómo estaba tan seguro de que nuevamente la encontraría. Pues bien, no tengo la respuesta para eso: no lo sabía, pero cuando llegué al parque ahí estaba ella, viendo de lado a lado, esperando, sí, esperando y eso me tranquilizó, porque supe que me esperaba a mí; entonces, ¿de qué tenía que preocuparme?
Me senté frente a ella y, con una sonrisa petulante que yo pensé seductora, la quedé viendo, ¡ja, ja, ja!, pero ella jugaba a ignorarme, así que le seguí el juego y yo también la ignoré. Pero ella seguía viendo de lado a lado y me seguía ignorando “seguramente ya no le importo y espera a alguien más, pensé. Y de sólo pensarlo, enloquecí y me levanté dispuesto a reclamarle ¡maldita, esperás a alguien más y me dejás abandonado!, pero me detuve porque se entristeció su rostro. Entonces, me senté a su lado: ella estaba jugando a ignorarme, y yo a contemplar su rostro; ella se entristecía, y yo levanté su mentón con mi mano; pero algo parecido a un miedo profundo estremeció su cuerpo: fijamente posó su mirada donde yo me encontraba y como si ahí no encontrara a nadie, salió corriendo, aterrada.
Amigos míos, ahí lo recordé todo. La levedad, la maldita levedad fue sólo mi alma dejando el cuerpo después de que un auto me arrollara. La dueña, que me rentaba el cuarto, no lloraba por algún familiar muerto, sino por mi muerte repentina. Y ella, la chica del parque, no me ignoraba: más bien me esperaba, sabía que yo llegaría; pero no contaba con que yo estaba muerto. Entonces, al ver cómo huía, decidí regresar a mi cuarto para terminar de velar mi cuerpo.

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